Semblanza de Manuel de Falla,
escrita por Hermenegildo Lanz*
¿Cómo puedo hacer una semblanza de este hombre extraordinario?, se preguntaba H. Lanz, y se respondía a sí mismo: Confieso y pido perdón porque no la puedo hacer, ¡ojalá pudiera!, pero entre tantos defectos como tiene mi escrito solo una virtud destaca y disculpa mi atrevimiento: mi admiración a don Manuel.
En esta admiración y gratitud de Lanz hacia el compositor de El retablo de maese Pedro, encontramos también los orígenes de nuestro espectáculo.
«Un espíritu inquieto, de gran talento, de iniciativas grandiosas como suyas, comenzó a dejarse sentir en el ambiente adormecido de Granada. Era hombre de pequeña estatura, nervioso, de ojos muy vivos y penetrantes, de hablar medido, reposado normalmente, excitado y violento en casos extremos pero sin insultos ni ofensas. Convincente y comprensivo siempre, orientador de toda empresa buena con argumentos decisivos, cuanto hacía lo hacía por Dios y para Dios, consideraba su profesión como un préstamo de la Providencia para darlo a los demás, sin que en ningún caso le sirviera para lucrarse más que en lo indispensable a su sostenimiento. Vivía modestísimamente, en su casa no tenía más que lo imprescindible: su lecho, su piano, su mesa de comedor y otra pequeña donde escribía; unas cuantas sillas de anea pintadas de azul y dos sillones de la misma traza popular granadina; algunos cuadros, aguafuertes y estampas, los más de sus amigos, los menos recortados de viejos libros evocadores de fechas románticas; un lienzo de la Virgen con el Niño, unos hierros de finas labores forjadas, cerámicas y flores en su comedor y sala de recibo,cuando no tocaba el piano, que nos llevaba a todos a la sala más alta donde lo tenía. Varios estantes para sus libros muy selectos y escogidos, otras varias sillas de nogal de alto respaldo, dos butacas y un pequeño diván revestidos de cretonas o sarasas delicadamente dibujadas; un candelabro de bronce dorado representando un árbol frondoso con una bella pareja de campesinos del tiempo de María Antonieta. Algún otro detalle, y esto era todo. Su dormitorio no tenía ni más ni menos que el de un ermitaño pudiéramos decir, quizá el lujo no fuese más que las sábanas, porque sobre ellas tenía una manta cubierta con una cretona y todo tapaba el somier sin cabecero ni piecero que le diera aspecto de cama. En un rincón un lavabo con un cubo y jarro muy sencillo y sobre él un diminuto espejo ante el que atendía a su complicado cuidado personal, meticuloso y perfecto. A la cabecera de lo que llamamos cama, un crucifijo y nada más.
La habitación de su hermana era idéntica, con el solo aumento de una cómoda donde guardar la ropa, sobre un fanal con el mueble un Cristo, y esto era todo de cuanto disponía don Manuel de Falla en su casita, carmencillo, de la Antequeruela Alta nº 11. Mejor dicho, disponía de más, de mucho más, de un tesoro inmenso que no queremos omitir para evitarnos las repulsas. Disponía don Manuel del maravilloso panorama de la sierra y la vega desde el balcón de su cuarto de trabajo y desde su pequeño jardín, donde en buen tiempo hacía su tertulia y también laboraba, sin quitar la vista de los que él llamaba una pequeña muestra de la magna obra de Dios, “hecha para que los hombres fuesen buenos, alumbrándolos durante el día con el Sol y en las noches precisas con la Luna.”
En este ambiente recogido y solitario hacía sus vida eremítica el autor de tantas obras que llevaron el nombre de España por el mundo, proclamándola potencia musical, y no solo esto que a él solo competía era de su propiedad, sino la influencia que en la poesía, literatura, pintura, grabado, artes populares, oratoria y acciones de muchos hombres ejerció directa e indirectamente; podemos afirmar que fueron dádivas de su espíritu amplio y universal que se extendió por todos los rincones granadinos pese a unos pocos que no lo supieron comprender y que vivían alejados, como los avestruces que esconden su cabeza bajo el ala, para no viendo suponer que no los miraban. Pero veían y eran vistos. Ahora, 1941, hacen esfuerzos por aparecer aprovechando la lejana ausencia de don Manuel. ¡Pobrecillos! ¡Qué tarde llegan! Quieren recoger el fruto de tantos afanes para su exclusivo medro personal…
¿Quién no conoció a don Manuel? Su casa tenía la virtud cristiana de acoger a todos sin preguntar de dónde ni a qué venían, recibía llanamente, conversaba y no se hacía de rogar cuando se le pedía un poco de su admirable música, siempre daba un poco más de lo que se le pedía, presentaba a otros músicos en su piano dispuesto, más que a interpretar. a entender y dar a entender con sabias explicaciones el sentido de muchas partituras, en labor infatigable de maestro. A todos los prefería y presentaba antes y si podía siempre, a sus geniales creaciones; noble y generoso, defendía y levantaba al caído exaltando aquellas buenas cualidades que se escapaban a la vista de los demás sin vana palabrería pedantesca, sino con firmes razones inconmovibles que convencían a sus oyentes. No le oí jamás, en veintiún años de amistad casi diaria, ni una sola palabra despectiva. Era inexorable, sin embargo, para corregir los errores ajenos, manifestados en su presencia y fuera de ella, y aún recuerdo y casi siento el escalofrío de la emoción que me produjeron sus enérgicas palabras dirigidas a una dama, en ocasión de estar los tres en su jardín, en el año 38: “No puedo consentir, ¡de ningún modo!, que en mi presencia diga usted lo que está diciendo, y es usted y yo, y todos los que profesamos la fe de Cristo, los que tenemos que abrazar a los que no son o pueden ser víctimas de su error. ¡ Y si no lo hacemos así no somos!”. Sus labios se pusieron blancos, sus ojos se abrillantaron de tal manera que la dama, emocionadísima, le suplicó perdón con voz entrecortada por un temblor intensísimo que solo cesó después de abundantísimas lágrimas salvadoras nacidas en lo más hondo de su alma.
Y daba cuanto tenía, siempre estaba dispuesto para acudir donde fuera precisa su asistencia, nunca sentía pereza para remediar un mal, con moneda, efectos, consejos o consuelos, y hasta su vida la ofrecía. Nada más que ella tenía, pero nada le faltaba porque le sobraba todo.
¿Cómo puedo hacer una semblanza de este hombre extraordinario? Confieso y pido perdón porque no la puedo hacer, ¡ojalá pudiera!, pero entre tantos defectos como tiene mi escrito solo una virtud destaca y disculpa mi atrevimiento: mi admiración a don Manuel. Suplico otra vez perdón a todos mis lectores.
Mucho podría hablar del gran compositor en libros muy voluminosos; temas inagotables tengo de nuestra larga amistad pues me considero, entre sus amigos, el más constante y más beneficiado, ya que nada fui y nada soy, pero lo poco que pude ser a él se lo debo plenamente y si no soy más cúlpese a mi falta de condiciones, ya que hizo cuanto pudo por elevarme a las más altas cimas de la gloria.
Otro tanto podrían decir muchos, pero lo silencian, más bien, lo soslayan y hasta lo niegan por creer así hacer destacable su personalidad; están equivocados y el tiempo, con su fuerte perspectiva, acabará por mostrar que el centro y eje de ella fue don Manuel de Falla durante más de veinte años de vida en Granada. Llegó a ella en el 1919 por segunda vez y se marchó el 28 de septiembre de 1939, en misión oficial de Arte a Buenos Aires, enfermo y dolorido de cuerpo y alma, después de sufrir dos intervenciones quirúrgicas que lo tuvieron bastante mal, a cuyo pesar hasta el último momento no dejó ni un día ni una hora de hacer el bien. Me decía: “Hermenegildo, no dejo de rogar a Dios constantemente que de Su gracia a alguno de nuestros antiguos amigos que está apartado de ella; yo bien sé que lo que hace lo hace por creerlo lo mejor y solo eso le salva, su intención de redimir a los humildes, pero está obcecado y todos debemos pedir que abra sus ojos a la luz y que Dios lo ilumine. No dejo ni un solo día de acordarme de él y en mis oraciones pido por él.”
Naturalmente, mis palabras pudieran parecer, en cierto modo, hijas de un cariño excesivo, yo no tengo inconveniente en llamarlo casi filial, por sentirlo así; mejor que ellas, que en los entrecomillados son suyas, voy a copiar las que publicó el Ideal de Granada, con motivo de una encuesta hecha por este periódico el 18 de octubre de 1938 y que dicen así: “Promesas sagradas me impiden personalmente poner en grave peligro la vida de un solo hombre; pero pido a Dios con intenso fervor que no quede sin fruto, el sacrificio de tantas vidas que, con la voluntad puesta en Él, han sido generosamente ofrendadas a por la salvación de España. Manuel de Falla.”
Aparece retratado, sonriente, con aquella su sonrisa bondadosa, con pañuelo de seda al cuello y bastón, días después de sufrir una operación que a todos nos hizo concebir esperanzas de rápida mejora. Las palabras copiadas produjeron efecto vario, según la pasión y estado de quienes las leyeron; destaco el comentario de un obrero modesto: “En Graná no hay un hombre capaz de decir eso más que el señor Falla, y yo no lo conozco, ¡es lo más grande que se ha dicho en el Ideal!”. Perfectamente comprensible este juicio, revelador del consuelo que recibía quien se consideraba en peligro de muerte en todo instante.
Así era este hombre que agrupó, sin llamarlos, a un núcleo de otros de buena voluntad. Día llegará que se le incline la Justicia.»
* Se trata de un fragmento de un texto llamado Pequeña historia de los autos sacramentales representados en Granada. Años 1923, 1927, 1928 y 1935. Este texto es de 1941, está inconcluso y en su tiempo no se llegó a publicar. Puede encontrarse actualmente en los apéndices del libro Apogeo y silencio de Hermenegildo Lanz, de Juan Mata.
Por razones inexplicables los signos de apertura de interrogación quedan al revés. ¿? Lo sentimos.